Kalfúl me decía mi abuelo
y me ofrece su voz y su trompe
Kallfu me decía mi abuela
y me trae flores de manzanos
Azul me dicen mis padres
Kalful les digo a mis hijas
Azul en el Azul es el que rige
el alma de mi pueblo.
y me ofrece su voz y su trompe
Kallfu me decía mi abuela
y me trae flores de manzanos
Azul me dicen mis padres
Kalful les digo a mis hijas
Azul en el Azul es el que rige
el alma de mi pueblo.
“En el infinito, me digo” por Elicura Chihuailaf
Los ancianos dicen que el primer espíritu mapuche vino desde el Azul. Que desde ese lugar, permanentemente, surge la vida Mapuche. La vida gira en torno al Azul y los Sueños en torno a la vida. Para el Mapuche, en todo lo que hace, los Sueños juegan un rol vital, pues lo pueden remontar más allá de la realidad tangible. A una vida paralela, astral. El lugar donde surgen los proyectos. Y, en este caso, es el lugar donde las almas se encuentran, a la hora precisa, para compartir el destino.
El puelche trovador
Es trutrukero, toca bonito don Domingo- decían las familias de artesanos que exponían en la Muestra Cultural Mapuche de Villarrica, con quienes dejaba su esquivo rastro en forma de improvisados escritos: poemas, romances y composiciones musicales. Como si quisiera incorporarse en el aire cada vez que alguien los leyera e imaginara sus melodías.
El calor estruja el cansancio en la carretera de Villarrica a Freire. Domingo Millapi Coliman, de 55 años, camina hacia su casa en el sector rural de Eltume. Ya entrando en el campo, el camino es accidentado, pedregoso y empinado; un sinuoso estero marca la mitad del trayecto. Al final, un sendero angosto va peinando el hualle nuevo que abunda y dibuja la silueta del cantor mapuche.
El túnel vegetal advierte las singularidades contenidas en la costumbre del viejo. El ladrido de un perro mediano le hace detener la marcha vacilante, para avisar que viene el amo, -¡Toki!-. El animal hace silencio y corre para acercarse contento. Tras algunos árboles guardianes, se asoma una vivienda de no más que tres metros cuadrados, una mediagua.
El dueño estira el pescuezo para no perder de vista ninguna sincronía. Millapi es un hombre ancho y de postura ensimismada. El contorno de sus ojos se cae por los costados como cargando una pena, mientras la vista, en el interior recuerda unos sueños que le han estado perturbando. Pero, todavía, no es bueno escarbar mucho en ellos, piensa, por respeto al equilibrio circular.
Vientos de gracia
En el sur se conoce del viento puelche, que destierra semillas, vuela tejados y deja a los navegantes mirando por la ventana. Se sabe que tres días de ventarrón significan buen tiempo, pero si dura sólo un día el clima caerá. Los vientos de Millapi se escuchan, de lejos, cada mañana y tarde, armonizados en la curva de la trutruka, hace ya mucho más de tres días.
Las energías ancestrales le han estado evidenciando un antiguo compromiso, anterior al tiempo conocido. Detiene la mirada en el vacío y luego desaparece dentro de su cabaña. Regresa con una trutruka en la derecha, una kaskawuilla en la izquierda y un trarilonko en la sien, todo envuelto en lanas de colores blanco, café, negro, verde y rojo, impávidos ante el tiempo.
El silencio del campo abierto es roto por el cuidadoso tronar del corno y el trote ligero del cascabel mapuche entrelazado en sus dedos curtidos por nada más que el azar, el orden del caos. Su hablar es pausado, por lo demás, cualquiera pierde la prisa en este lugar: -Vivo tan solo acá. Pero me siento contento. Me queda pulmón para tocar mi música-, exhala aliviado al saberse mejor de su obstrucción respiratoria.
Recordando se da cuenta que ya han pasado 50 años desde que su abuelo le regaló su Püfilca en un Nguillatun, después una corneta -de ahí que estoy siempre al lado de un rewe haciendo lo que me enseñaron. Mi música es como un arma para defender mi espíritu mapuche. Cuando no toco mi trutruca o püfilca, me siento triste, me siento morir para ser más exacto-, escribe en una libreta escolar, por enésima vez. Millapi nunca mostrará pudor ni medida al expulsar su congoja y alegría a través de la música o la escritura.
Su canto es una oración a Chaw Nguenechen:
(…)
Mulele kañelo yos kumelo katril / Si hay otro mejor que yo
Ñeli ñe moñen, amutuan / y me quitas la vida, me iré feliz
Wenu mapu, namun Nguenechen / Al otro mundo, a los pies del creador
(…)
Ñi hallekahue ñi kuf lallay / mi instrumento no callará
Kiñe trukin meu, tupachi mapu meu / En algún lugar de este mundoMulehuehai cheu tañi rupan inché / Quedará mi huella por donde pasé
(fragmento de “Che Meu”, Domingo Millapi Coliman, 2005)
Domingo tiene un pequeño secreto: hojas y hojas de cuadernillo entintadas con caligráficas letras en Mapudungun que hablan del mundo, del amor, de Dios y de la vida. Textos guardados sin recelo ni ambición. Esto es parte de la herencia que le agradece a su abuelo por haber donado tierras para la construcción de una escuela básica a la que pudo asistir hasta el cuarto básico.
El legado lo lleva presente consigo en su mente y en su palabra a todos los Nguillatunes y encuentros católicos donde es invitado a tocar. No por nada Millapi es “el que dijo oro”. Pero la invitación que le han hecho llegar los pewma (sueños) últimamente, lo han vuelto silencioso con sus peñi. Es que, es preciso conversar, no con el mundo visible, sino con el Wenumapu, con Dios.
-¿Quién es la Papay en mis sueños?-, consulta en la oración. –¿Por qué no viniste a verme antes?-, pregunta en el sueño, ansioso. Sin embargo, el sentimiento es de alegría. La señora del sueño le parece familiar. -Se acerca nuestro último encuentro, el terrenal-, le dice la mujer y le muestra su vida entera, para que la reconozca y no quepa duda de que esto es un reencuentro.
Memoria
En épocas de verano el buen clima es propicio para iniciar la marcha que apremia. Una niña de siete años se adelanta a sus dos hermanos para subir al caballo de su padre. Es necesario que esta familia deje Loncoche, el poblado que la concibiera. Van empujados por la llamada pacificación y el escaso devenir. La epidemia apodada “humanidad” siempre arrasa con lo que le parece distinto. El riesgo es grande, pero quedarse es peor. Es que la invasión se ha vuelto inminente y la apropiación de tierras, metódica e impulsiva.
No hay nada que se pueda hacer contra la ira en demasía. El humo del fogón ha dejado impregnada la casa con sus ancestrales enseñanzas y estas son las de adoptar una actitud de entrega frente al destino. Siquiera el porvenir tiene nombre: Reigolil. Aquel regazo pehuenche añorado por el abuelo en cada una de las historias regada de modo hábil sobre los sueños de Pablita y sus dos hermanos.
La familia desolada, repasa los senderos que frecuentó la guerra. La pequeña va presenciando nuevos paisajes, bordeando el lago, atravesando unos Villarrica, Pucón, Curarrehue despoblados casi. Su progenitor, de nombre Juan Colpihueque Catrihuala, hace días que no pronuncia sílaba, va concentrado en las indicaciones del abuelo antes de dormirse. Más atrás, María Navarrete, la joven madre, consuela al pequeño trío con dos oraciones a Chaw Ngenechen. La primera pide el sacro beneplácito de sobrevivir y la otra agradece el colorido futuro que guardan sus mentes.
Ojos indemnes
Esto no es hecatombe. Desde aquello ya han pasado 113 años y la niña sigue en pie. Ahora la cubren 120 Wexipantü, como abundantes tejidos sobre la piel agrietada, pero firme. Pablita sobrevive al desgarro del tiempo en su casita levantada con parches, con un infalible fogón de lata al centro, una solitaria ventanita de nylon que deja pasar apenas el único suspiro de luz, que basta para reconocer al visitante o conseguir un hilado perfecto. Afuera se oye correr su eterno enamorado, Trankura, el río que la cautivó al momento de elegir dónde pasar el resto de su vida. El rocoso afluente renueva cada día júbilo y congoja en el alma de la longeva mujer, mientras que aguarda por el próximo Nguillatún que, contenta, la lleve al lelfún de Quiñenawin y allí quizás cantar alguno de esos romances que le gustan tanto.
Pabla Colpihueque ha recibido, con todo el agrado que le pudo haber dado la vida, mil visitas. Fueron siete los pujados; ya tres en el wenumapu, esperan las velas de su madre cansada. Porque ciento veinte años de espera no han logrado crear la intriga sobre la incógnita que significa el motivo de su ser. Siempre complacida a lo que Dios disponga. Aunque eso no quita el dolor que sus cuatro hijos restantes le han dejado al no buscarla ni en los sueños más concurridos. Pese a ello, últimamente, su perfecto compañero de mate ha sido su nieto Juanito, de 23 años. Avecindada en plena cordillera de Reigolil, al norte del Kura-Rewe, bajo el celo del Pehuén y la escolta de sus abuelos sepultados en el alto.
Menuda desde la pañoleta hasta las pantuflas, su esqueleto ha encogido, desgastado de tantos viajes a caballo, de tantas cordilleras que tuvo que cruzar para comerciar sus ponchos, fajas y chamantos en el Puelmapu. Sin embargo, todavía consigue sostener el huso con tal firmeza que no deja espacio a falsos movimientos. Teje por subsistencia, es preciso juntar fuerzas para vigilar su impecable kawello. Su tez antigua se enrojece por la sangre que fluye rauda en sus arterias de plata. Más aún, su interior es desbordante y poderoso; poder que inviste por derecho propio desde el testamento grabado en los surcos de la corteza floral que se ciñe a sus ojos indemnes.
Lazos matriarcales
Logra todavía desmenuzar de su memoria los incontables alumbramientos donde auxilió tanto a mujeres mapuche como no mapuche. Su destreza como partera era un don natural que le envolvía las manos cada vez que debía jalar un pequeño naciente, masajear vientres estriados o acariciar mejillas de féminas con la pelvis partida en dos. Latente tiene entre cejas la técnica de dar vuelta en el interior al feto que asomara los pies en lugar de la cabeza. En épocas en que un parto podía dar tanta vida como un balazo en la cabeza, esta mujer salvó varias generaciones.
No faltaron quienes le regalarían su retoño. Turbas de gente bebieron de su cuerpo sin tener pizca de parentesco. Heredaron el cariño de su leche para luego no cruzar más caminos que los del olvido. La misma ancianidad que habría coronado de pupilas absortas a sus abuelos, la disminuye a calidad de bulto en la vergüenza del negligente crío. Sólo la anciana lo guarda en su mente repleta de recuerdos a medias, sólo Pabla Colpihueque con su estirado corazón.
Es hábil rompiendo el hielo. Estando en su compañía, enérgica y sonriente exhalará “anoche soñé”. En sus breves labios, escritos en Mapudungun, se leerán los hitos que la hicieron lo que es. Por ejemplo, se entrará en la intimidad del momento en que conoció los ojos de su madre y le hicieron tragar un elixir de orina mezclada con sangre de su cordón umbilical, justo después de haberla bañado en sangre de caballo. También se le verá sola piñoneando en la cordillera cuando niña. O cruzando miradas juguetonas con los vecinos mientras cargaba sacos atados sobre la frente en su juventud.
Se dice que ostenta el cuarto lugar en los record de Guiness en la categoría de Your browser may not support display of this image. longevidad. Pero ella no existe en el tiempo por sí solo. Es necesario ver más allá de una occidental vitrina con fenómenos sobrehumanos. Ella, antes que todo, “es”. Su imagen “es” el quehacer cotidiano de ver, conversar y caminar convertido en proezas de fábula para Pablita. Su significado “es” el de conservar las verdades del origen de su sangre, la importancia del Küpalme. Ella sabe todo lo que es preciso saber y lo que no, se lo dirán los sueños en su momento, siempre luego del segundo canto del gallo.
Sus hermanos quizás ya no saben de ella, porque a pesar de ser menores no logran levantar la vejez del catre en Quiñenawin. Hasta sus hijos puede que ya no la quieran sentir por esa influencia occidental que desmerece el valor del anciano como custodios del saber ancestral y la hagan llorar cada tarde por eso. Pero el alma dispersa que significan las dimensiones de la tierra invisible escuchará su invicto latir desde todos los rincones.
Trawun
Es momento de despertar. Millapi intenta dejar todo en su lugar para por fin emprender el viaje, el juicio final de esta relación astral. Deberá atravesar de este a oeste, seguir la instrucción revelada en los sueños. Alcanzar la cordillera y hacer frente a los metros de nieve con sus bototos descosidos. Caminar por los senderos como un vecino más, dar con la cabaña de Pablita y entrar sin temor, porque sabrán que es visita familiar.
Se abrazarán para rozar sus mejillas, medir el espíritu y comprobar que su significado es el mismo. Que no conocen nube alguna gracias a su clarividencia. Que estos multitudinarios tiempos les han traído soledad. Que el Kimün (saber ancestral) que los enriquece y los corona portadores del Küpalme (origen ancestral) los han tenido que ensimismar.
La abuela lo invitará a sentarse y le posará entre manos un jarrito caliente diciendo: “el cariño es el mate”, su filosofía de vida. Luego dejaran que todo se conciba en el tiempo justo. Así, Domingo sabrá cuando empuñar su trutruka, a una distancia prudente, y entonar la improvisación que de cuenta a Chaw Ngenechen de que las almas están reunidas y listas para agradecer la realización del mismo encuentro.
Entonces Pablita inhalará el último gran entusiasmo y unirá la ternura de su anciana voz con la melodía del peñi. Cantarán a su Dios. Teñirán este encuentro de Azul con energía indeleble. –Newen tu eimi/contigo la energía-, se desearán. Millapi despedirá a su lamngen (hermana) con los ojos inundados de incertidumbre, para, finalmente, emprender la marcha, dejando la estela de una melancólica tonada.
Texto y fotos de mi amigo Néstor Cid